Por Juan H.

Recuerdo a mi padre con un cuchillo de cocina en la mano haciendo ademanes mientras me decía que yo quedaría a cargo de la casa cuando él no estuviera. Me recuerdo aterrado en una esquina del comedor. A mis doce, aquello era tan confuso como aterrador.

Me daba miedo el cuchillo en su mano aun cuando no me amenazaba con ensartármelo, pero sus ojos estaban inyectados de enojo, de ira y de una agresividad que no le había visto nunca. Empezaba mi padre a desvariar por el consumo de una bebida que él se preparó en una botella de tíner: mezcló aguarrás, algo de tíner, agua y alcohol.  Aquello prácticamente lo enloqueció de un día para otro. Durante años, me pregunté si tomarse aquello había sido un suicidio o un acto de desesperación, acaso un delirium tremes. El caso es que aquella bebida lo condujo a la muerte. La noche buena de 1976, se lo llevaron de emergencia al hospital donde murió.

Pasé aquella Navidad confundido y aterrorizado. Mi padre era buena persona, un gran músico, actor teatral y también buen carpintero. Conmigo era cariñoso. ¿Qué lo había llevado a perder así el control? La respuesta la sabía yo perfectamente: había sido por su consumo de algo raro, pero prefería pensar que se había equivocado de bebida, o que solo había experimentado hacer esa mezcla con sus productos para reducir los barnices con los que trataba los muebles que fabricaba. En mi casa, mi familia optó por decir que había sido un infarto y eso repetimos hasta a los vecinos que estaban bien enterados de todo.

Dos años después empecé a beber cada vez con más frecuencia.  Siempre negué que la bebida fuera capaz de transformar a nadie. Lo de mi padre había sido una casualidad nefasta de las muchas que se dan en la vida. Yo era un muchacho simpático, bueno para escuchar a las personas, atento con los amigos, creo que era algo así como un joven capaz de comprender a los otros jóvenes de su misma edad. Se llegó el momento en que esos amigos me reprochaban mis excesos al beber alcohol. Los creía injustos y malagradecidos porque olvidaban mis esfuerzos por escucharlos, por “guiarlos”, pues lideraba grupos religiosos juveniles. Dejaron de importarme como amigos y me entregué de lleno a la felicidad. Al consumo. Aquello me hacía bailar hasta el amanecer, dormir y comer poco, a divertirme como joven, según me parecía.

A mis veinte años de edad me sentía jefe de mi hogar materno, tal como me lo había encomendado mi padre aquella vez. Me sentía hábil para trabajar, bueno en los estudios, estricto con mis hermanas y, además, algo muy importante, bueno para beber alcohol. Bien podían admirarme por todo eso, especialmente por beber y no caer, como sucedía a otros. Me quedaba hasta el amanecer y era capaz de seguir bebiendo aquella misma noche.

Cuando dejé de sentirme alegre y fuerte como un cosaco, cuando sentí que ya no tenía fuerzas ni para levantarme al día siguiente y, lo que era peor, aumentaron considerablemente mi vergüenza y mi tristeza, endosé a mi padre aquella desgracia. Repetía, “en confianza” a medio mundo, que yo bebía porque mi padre se había suicidado y, aunque yo no quería hacerlo, esa era mi condena.

Ni psicólogos, ni rezos, ni amigos, ni regaños, nadie pudo evitar que me convirtiera en una persona insoportable. Corría borracho desnudo por las calles, conducía vehículo en estado de ebriedad, a gran velocidad; hacía tantas cosas riesgosas, pero siempre me dije que no tenía yo la culpa de nada, sino mi padre, mi ambiente, mi familia, mis amores no correspondidos, además de que celebraba de igual forma los muchos amores bien correspondidos.

Se llegó el día en que no pude más con los calambres, la anemia, la desnutrición por no comer adecuadamente, perdí peso, autoestima, dinero, credibilidad, confianza, amigos y esposa.

Una noche, en pleno consumo de alcohol y drogas, pedí a una amiga que me llevara a su grupo de recuperación. Lo hizo a los dos días. Levanté la mano para decir que necesitaba ayuda. Aquella noche dormí tan lleno de esperanza que tuve miedo de que fuera solo una emoción. Había una esperanza para mí. Recuerdo que me dieron estos consejos desde los primeros días, los cuales cumplo hasta la fecha lo mejor que puedo:

No mantenga el estómago vacío, coma; si tiene sed, beba agua; venga al grupo todos los días, todos los días, también los días festivos (reiteraban esto como medida primordial); si tiene ganas de beber, o si se siente triste, o solo, o vacío, llámenos a cualquiera de nosotros; lave las tazas del grupo, barra, trapee, y ante todo no se tome un primer trago.

Mis deseos de volver a beber fueron muchos, tantos que hasta lloraba por no poder hacerlo, pero sabía que si lo hacía no podría parar y que mi sufrimiento era intenso. También, me dijeron que un día se me iría la obsesión por beber. Y así fue. No recuerdo cuándo, ni cómo, dejé de sentir esa compulsión, ese deseo desesperado por beber. Alguna vez tuve la tentación de hacerlo, claro, pero sentir tentación y sentir obsesión con cosas muy distintas. Eventualmente, en estos 19 o 20 años de sobriedad (sinceramente, no recuerdo el año exacto), he sentido tentación, pero es más fuerte y grande lo que ahora tengo: Pagué un precio demasiado alto, llegué derrotado, hecho una desgracia. Gané pensamiento crítico, autoestima, sobriedad. Aquí estoy, sobrio, feliz de no beber. Actualmente asisto virtualmente a mi grupo de ateos y agnósticos. Esa es otra historia. Un día compartiré cómo tuve la fortuna de dar con este, y por qué ha sido algo tan alentador como importante en mi vida.

2 Replies to “Un suicidio como pretexto”

  1. Esta es otra historia, pero no una historia cualquiera sino una que habla de fortaleza y esperanza. Me he reconocido en esa alegría primera al iniciar tu camino de la mano del alcohol y en esa tristeza posterior. Gracias por compartir tu testimonio, tu gran historia.

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